Por Domingo Tamariz, diario El Peruano, 30 Julio 2017
Este miércoles 2 de agosto se conmemoran treinta y ocho años de la partida de Víctor Raúl Haya de la Torre, el mítico fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA); el político que, como ningún otro peruano del siglo XX, se sopló veinte años en el exilio y cinco asilado en una embajada –un récord aquí y en otros lares del planeta–; el frustrado presidente de la República; orador insigne y escritor fecundo y, ya en el ocaso de sus días, presidente de la Asamblea Constituyente de 1979. Por último, el líder que consagró su vida a un credo político que, a pesar de todo, aún sigue vigente.
Víctor Raúl Haya de la Torre nació en Trujillo el 22 de febrero de 1895. Sus padres fueron Edmundo Haya y Cárdenas, diputado, y doña Zoila María de la Torre y Cárdenas. Al terminar sus estudios de rigor ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad de Trujillo, en cuyas aulas se hizo amigo del poeta César Vallejo. Ambos integrarían, poco después, el Grupo Norte, bajo la égida del escritor Antenor Orrego.
En 1917 se trasladó a Lima para seguir Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Y en esa ruta, no demoró en convertirse en el gran líder estudiantil en los años de la Reforma Universitaria. Por otro lado, conoció a Manuel González Prada, quien lo ayudó a aclarar algunas dudas e inspiró en él una nueva visión política.
Escribió artículos políticos en diversas publicaciones y, como presidente de la Federación de Estudiantes, lideró manifestaciones contra el gobierno de Leguía. Acciones que le costaron un canazo en El Frontón, de donde salió tras una huelga de hambre para exiliarse en Panamá (1923).
Nacía así el líder esperado por un amplio sector de la ciudadanía. De Panamá pasó a México, país en el que fundó, el 7 de mayo de 1924, la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), un partido de ideología nacionalista y resueltamente antiimperialista.
Ese mismo año viajó a Rusia para estudiar su revolución. Luego recorrió Suiza, Italia, Francia e Inglaterra, donde estudió Economía y Antropología en la Universidad de Oxford. Y de retorno visitó gran parte de América Latina.
Tras el colapso del leguiísmo, postuló a la Presidencia en las elecciones de 1931 (como Alan García en 1985, Haya cumplía con las justas los 36 años requeridos para postular a la Presidencia). Mas la suerte le fue adversa. El Partido Aprista rechazó los resultados alegando fraude electoral, pero para muchos protagonistas y estudiosos, Sánchez Cerro, su contendor, ganó legítimamente.
Una ley de emergencia, por aquellos días, dio inicio a la histórica persecución contra el APRA: cientos de “compañeros” llenaron las cárceles de Lima y otros tantos fueron deportados, mientras Haya se convertía en el hombre más buscado del Perú. El gobierno demandó su prisión, a su entender, “por ser comunista y complotar contra la seguridad del Estado”. Y en esa desventurada suerte, se sopló un año encarcelado y diez en el exilio.
Durante el gobierno de Bustamante y Rivero, el APRA volvió a la legalidad, pero su comportamiento no fue democrático. Tres años después de haber auspiciado la candidatura de Bustamante por medio de un frente de partidos, fue acusado de haber organizado el movimiento subversivo del 3 de octubre de 1948 y puesto fuera de la ley. Tres semanas después, vendría el golpe del general Manuel Arturo Odría, que obligó a Haya a asilarse en la Embajada de Colombia en Lima, de donde no pudo salir hasta 1954.
Zanjado el problema, optó por exilarse en México, país donde fundó su partido y tenía muchos amigos. Luego, residió en Europa –a decir de algunos de sus biógrafos– en condiciones precarias, viviendo de sus publicaciones periodísticas.
A su retorno al país, en vísperas de las elecciones de 1956, apoyó la candidatura de Manuel Prado. Seis años después ganó los comicios de 1962, pero un nuevo golpe militar impidió su ascenso al poder. En las elecciones de 1963, Haya fue derrotado por Belaunde Terry, y luego sucedió lo inconcebible: una alianza parlamentaria del APRA con el grupo de Odría, su antiguo perseguidor.
Finalmente, en 1978 el pueblo se volcó a las urnas para elegirlo –acaso como consuelo o a manera de desagravio– presidente de la Asamblea Constituyente. Su último acto fue rubricar esta Constitución, pues al año siguiente una enfermedad incurable acabó con su larga y fecunda existencia.
Sus restos reposan en el cementerio de su ciudad natal en una tumba en la que se lee: “Aquí yace la luz”. Contaba 84 años.